Con alguna canción de Big Joe Turner retumbando en la cabeza, y con el piso por fin quieto, miro de reojo el calendario y veo que dice 8.
-¿8?
-¿Ya 8?
-¿Enteros?
-Pareciera.
Aprovechando que las placas tectónicas quedaron en Buenos Aires, y desde acá no siento su movimiento, decidí ir a cantar al infierno blanco. El ausente público aplaudióme de tal manera que era casi inaudible y ensordecedor, casi como el pasto quebrándose.
Casualmente, ahí la ví, caminando. Quizá me vió. No dijimos nada.
¿En qué momento habrá hecho tanto frío como para que los movimientos tectónicos se transformen en cisnes de cristal y metáforas superficiales? Quizá no me dí cuenta por estar concentrado en las manos que apretaban mi cuello y las tenazas que apretaban mi dorso.
¿Quién de todos ustedes puso el mundo adentro de un microondas, y ese microondas arriba de mis piernas?
La cálida imagen de la tímida luz del amanecer rebotando en cada copo de nieve a la altura de mi ventana, congelándome el pecho y quemándome las piernas. Momentos en los que el termostato podría marcar veintitantos grados o estar apagado, oxidado, olvidado y en desuso hace años.
Y esos 3 minutos, ¿Dònde habrán quedado? ¿En qué reloj se vió que sean las 8:10? Esos 3 minutos están perdidos. Irrecuperables. Algunas palabras lamentablemente sobraron. Otras, por suerte, también. Pero, ¿Con qué derecho quejarse?
Algunas cosas se ganan.
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