sábado, 29 de diciembre de 2012

La isla.

Estaba caminando otra vez por la isla abandonada que tantas veces encontré en los últimos 40 años. Por la playa una vez más, también, encontré todas las cosas que fui dejando ahí­ (Que nadie las haya agarrado me da la pauta que realmente está abandonada esa paradisíaca isla). Mientras recorría el borde de ese maldito alambrado (alambrado que me hace pensar que la isla no está tan abandonada, o al menos, no siempre lo estuvo), una vez más, también, me encontré yendo hedónicamente por la parte más complicada.

Y ví­ la luz.

La luz no formaba parte del camino hedónico que me estaba complicando. Estaba tan sorprendido, que mi expresión no cambió en lo más mínimo: daba imagen de una seguridad infinita. Mientras caminaba hasta la luz, intenté con toda mi capacidad descifrar qué era esa luz que me definía, y más importante aún, por qué me definía. Encontré esta tarea particularmente difí­cil. Debe haber tenido que ver con el hecho que, sin necesidad alguna, estaba tapando mi visión con mi mano (la mano izquierda, de hecho, pero eso no importa)(Ah, también noté que tení­a una pequeñí­sima herida reciente cerca de la punta de mi dedo meñique), quizá, de alguna manera complicando hedónicamente el camino.

Y lo escuché rugir.

El rugido, por más espectacular, constante y abrumador que haya sido, no me definía. Mis ojos tienen prioridad a la hora de los simbolismos. Fue así que seguí mi camino, mi mano frente a mis ojos y mis pies avanzando. La luz contagiaba de blanco todo lo que estaba próximo a ella, sin ningún tipo de consideraciones. Seguramente yo no era excepción, pero jamás podré saberlo.
Empezaron a parecerme sospechosas las maderas y los fierros desparramados prolijamente en el piso. Pero abandoné ese pensamiento por el rugido. El rugido que no me definía, pero que realmente intentaba. Rugía. Se acercaba rugiendo, de hecho. Con la luz. Quizá la luz rugía. Lo cierto es que se acercaban, juntos, la luz y el rugido.
De repente, ví pasar una oración a mi lado. Después otra. Párrafos enteros que, claro está, salían de mi pecho abierto y ensangrentado. Por un instante perdí la concentración en mi mano, mis pasos, la luz, el rugido, la isla, el alambrado.

El silencio reinaba. Pero su control era ejercido por el rugido. El rugido cual fuerza armada y violenta de un regimen de paz y amor, obedecía ciegamente al silencio. No así la luz, que gritaba a los cuatros vientos. Que me llamaba. ¡Ay! Si la hubiera visto antes.

Nuevamente, de todas formas, me vencieron. El rugido. La luz. Todos complotaron contra mí. Fue hermoso, pero temrinó.

Quizá éramos muy parecidos. Quizá incluso hasta lo seguimos siendo. Pero yo siempre esquivo la luz en mis sueños.

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